domingo, 5 de abril de 2009

La batalla que ganaron las abejas

El 5 de noviembre de 1914 el ejercito colonial Británico con 8.000 soldados indios (de la India) se enfrentó en la Batalla de Tanga (África Oriental) contra un millar de Askaris africanos que luchaban bajo bandera alemana.
La buena disposición táctica del Comandante Paul Emil von Lettow-Vorbeck hizo que el ejercito germano derrotase al dirigido por el General Británico Arthur Aitken en una batalla sin precedentes.
El gran aliado del ejercito alemán fueron unas “Abejas Soldados” que intervinieron de manera providencial, derrotando al ejercito de Su Graciosa Majestad el Rey Jorge VI del Reino Unido.
Pero dichas abejas no formaban parte del plan de guerra ni estaban “hábilmente adiestradas”, tal y como aseguró el rotativo inglés “The Times”.
Lo que en realidad pasó es que cuando los soldados bajo mando inglés desembarcaron, se encontraron con una zona pantanosa donde era imposible moverse. Los askaris lanzaron su ataque y de la marisma salieron enormes enjambres de abejas que, sorprendentemente, sólo atacaron a los indios, haciéndoles huir despavoridos.

Guerreros en trance: Bersekers


Al final del siglo VIII, los invasores marinos vikingos de Escandinavia aparecieron repentinamente en el norte de Europa. Invadieron y saquearon las comunidades costeras durante los 150 años siguientes. La mayor parte del progreso conseguido por Carlomagno, al unir el norte de Europa e iniciar un renacimiento de la civilización, desapareció por el desorden que causaron. A los vikingos eran famosos por sus importantes conocimientos náuticos y por su ferocidad en el combate. Los testigos decían que los guerreros vikingos en ocasiones entraban "en trance" y atacaban con un estusiasmo casi inhumano, inconscientes de todo peligro. Contemplar esa conducta era aterrorizador; y resisterse a ella, casi imposible. La capacidad de enloquecer en el fragor del combate fue un poderoso aributo durante un periodo de superstición general.

Se decía que que estos guerreros, llevados por el odio, no sentían dolor, ni miedo ni hambre ni sed. El pavor se adueñaba de sus víctimas nada más verlos, antes del ataque. Se ha estudiado este tema en profundidad, llegando a la conclusión de que este trance era provocado por el consumo de determinadas hiervas y un misticismo sugestivo. Como anécdota decir, que a veces se ahogaban al tirarse fuera del barco antes de llegar a tierra ansiosos por pelear.

Más información:

http://es.wikipedia.org/wiki/Berserker

La astucia de Napoleón

Durante la batalla de Austerlitz, el 2 de diciembre de 1805, ocurrió un hecho curioso que quedó grabado en la historia militar. Luchando el ejército de Napoleón contra las tropas del emperador Alejandro I de Rusia y de Francisco II de Austria (por lo que se la conoció como "la batalla de los tres emperadores"), las fuerzas rusas fueron empujadas hacia una zona de estanques de agua congelada. El penetrante calor del "sol de Austerlitz" provocó el debilitamiento de la capa de hielo sobre las que combatían las tropas rusas, que no podían romper el cerco francés pero resistían encarnizadamente. Muchos perecieron al abrirse numerosas grietas en el hielo, precipitandose en las heladas aguas. En un arrebato de astucia estratégica, Napoleón ordenó a su artillería que abriera fuego contra la capa de hielo, terminando así la batalla.

El ataque vikingo a Sevilla

A finales de agosto del 844 una flota de ochenta naves fue avistada en las costas de al Andalus. Se trataba de los Nordumâni, los temibles vikingos. Dos meses más tarde, Sevilla ardía en su fuego, sus habitantes eran pasados a cuchillo, violados y convertidos en esclavos.

La pregunta que todos se hicieron. ¿Quiénes eran los vikingos?

Estos temibles guerreros que llegaron por mar, eran un grupo étnico originario de Escandinavia. A su denominación más conocida se unían también las de varegos, rus o normandos. No obstante, la palabra vikingos proviene del vocablo «Wik» -posteriormente cambiado a Vik-, que significa «hombres del norte» u «hombres del mar». Sus ataques y aparición en la escena política europea, ya que hasta entonces no se tenía conocimiento de ellos, dieron inicio en el año 793 con el saqueo del monasterio de Lindisfarne. A partir de ese periodo sus incursiones fueron frecuentes y llegaron a ocupar amplias zonas en Inglaterra, Irlanda y Francia, donde el rey galo entregó el feudo de Normandía a un caudillo vikingo a fin de que mantuviese alejados de sus costas a otros grupos de la misma etnia. Ejercieron una gran influencia en la historio europea y en torno al año 1000 intentaron asentarse también en Norteamérica.

Distintos investigadores dan por extinguida la era vikinga con la caída del último reducto hostil que representaba el rey Horald III el despiadado, muerto el año 1066 en la batalla del puente de Stamford cuando intentaba hacerse con el control del territorio ocupado hoy por la actual Inglaterra.



A finales del año 229 de la hégira (agosto del 844), en las costas occidentales de al Andalus cincuenta y cuatro velas blancas fueron avistadas en el mar enfrente de la ciudad musulmana de Lisboa. Se trataba de los al-Urdumâniyyun, o Nordumâni. Los normandos, piratas vikingos de los que los andalusíes conocían historias, a través de los cristianos norteños y de los comerciantes, aparecían por primera vez ante sus ojos. Habían escuchado relatos que hablaban de ataques despiadados, muertes brutales, y un rastro de sangre a su paso, pero hasta entonces para todos ellos se trataba de cuentos que circulaban de boca en boca. Sin embargo, ahora la realidad se abría paso en Lisboa, donde una de sus escuadras se desplegaba en el puerto dispuesta al combate.

Los cronistas árabes que recogen el más terrible ataque normando contra al Andalus mencionan que el número de sus barcos rondaba los ochenta, de los que cincuenta y cuatro eran de grandes dimensiones y los otros restantes más ligeros. Conocedor de su mala fama, el gobernador de Lisboa, Ibn Hazm, luchó con ellos bravamente, rechazándole después de varios días de encarnizados choques. Apenas las velas desaparecieron en el horizonte, en dirección al sur, Ibn Hazm escribió una carta al emir de Córdoba ‘Abd al­Rahmân, en la que le informaba de estos sucesos y le advertía de la próxima aparición de las bestias del norte, si eran ciertas sus noticias y se disponían a golpear el sur.

En efecto, pasadas catorce noches del mes de Muharram del año 230 de la hégira (finales de septiembre de 844), los vikingos ya se habían apoderado de Qabpil, la Isla Menor, en Cádiz, y remontaban el Guadalquivir dispuestos a saquear y destruir Sevilla y aun la mismísima capital de al Andalus si sus fuerzas se lo permitían. Cuatro naves se separaron de la flota principal, para inspeccionar el territorio hasta la localidad de Coria del Río, donde desembarcaron y dieron muerte a todos sus habitantes a fin de impedir que tuvieran tiempo de advertir a los suyos. El camino hacia su fortuna estaba libre.

Apenas transcurridas tres jornadas desde su desembarco, los normandos decidieron remontar por fin el Guadalquivir hacia Sevilla, conocedores de las riquezas que era fama se albergaban en esta ciudad. Para entonces sus habitantes se disponían a la defensa solos, sin un caudillo militar claro que guiase su ejército, pues el gobernador de la ciudad les había abandonado a su suerte, huyendo a Carmona. Los musulmanes se encontraban, por tanto, a merced del peor de los enemigos.

Advertidos de esta deserción y de la escasa preparación militar de quienes se habían quedado a resistir su ataque, los hombres del norte marcharon con sus naves hasta los arrabales de la ciudad. Desde ellas, aprovechando su ventaja, dispararon sucesivas tandas de flechas contra los sevillanos, hasta romper su cohesión y provocarles el mayor desconcierto y miedo. Conseguido su propósito, abandonaron las embarcaciones para luchar cuerpo a cuerpo con ellos, seguros de su victoria.

La matanza y el saqueo duraron unos siete días. Una semana en la que los más fuertes huyeron, escapando cada uno por su lado, y los más débiles cayeron en las garras de los vikingos. Mujeres, niños y ancianos desvalidos fueron pasados a cuchillo y violados. A algunos de ellos se les perdonó la vida, aunque su destino era también estremecedor: la esclavitud. Sin respetar siquiera lo más sagrado, cargados con el botín y los prisioneros, regresaron a sus naves para volver al seguro campamento de Qabpîl.

No contentos, volvieron a Sevilla en una segunda ocasión, esperando aumentar el número de cautivos entre los desafortunados que regresaran a sus hogares al considerar que los ataques habían cesado. No encontraron más población que un puñado de viejos, que se habían reunido en una mezquita para rezar por los suyos y hacerse fuertes. De nada sirvieron sus oraciones: los normandos tomaron a la fuerza el lugar santo y su sangre bendijo la tierra de aquel lugar que, a partir de entonces, pasó a llamarse “la Mezquita de los Mártires”. Durante casi dos meses camparon totalmente a su antojo, desolando y sembrando el pánico entre los andalusíes. Hasta que, en noviembre, el emir ‘Abd al­Rahmán consiguió movilizar un ejército lo suficientemente fuerte para plantarles cara. Parte de esta tropa, al mando de Ibn Rustum y otros generales, pronto alcanzó la comarca del Aljarafe sevillano, donde en un fustigamiento conjunto de caballería e infantería, consiguieron desconcertar plenamente a sus enemigos. Coordinaba los esfuerzos musulmanes Nasr, favorito del príncipe omeya, quien dispuso una emboscada para terminar de una vez por todas con aquella amenaza.

Mientras algunos de los soldados provocaban con sus escaramuzas a los vikingos en los alrededores de la ciudad, el grueso del ejército andalusí esperaba a que aquellos valientes atrajeran a los normandos a un lugar llamado Tablada, al sur de Sevilla, donde hasta hace poco hubo un aeropuerto militar. Confiados en su notable superioridad numérica y como guerreros, los hombres del norte mordieron el anzuelo y descendieron con sus naves el río Guadalquivir en persecución de aquellos que habían osado provocarles. Al llegar a la aldea de Tejada desembarcaron y el cielo se abatió sobre ellos.

Allí les aguardaba emboscado Ibn Rustum, con el grueso de sus soldados. Apenas los normandos superaron su posición y le ofrecieron la espalda, les salió al encuentro mientras los perseguidos musulmanes detenían su huida para encararse con sus perseguidores. Atrapados entre dos fuegos, los vikingos no pudieron sino luchar por sus propias vidas contra hombres que buscaban venganza por la sangre de los suyos.

Aquella atroz derrota les supuso la mayor de las humillaciones que hasta entonces habían recibido. Sobre el campo de batalla quedaron más de mil cadáveres de normandos, y cerca de cuatrocientos fueron capturados para escarnio de todos. Mientras los supervivientes escapaban profundamente aterrorizados hacia sus naves, abandonando más de treinta embarcaciones en la huida, Ibn Rustum ordenó la decapitación ejemplar de los prisioneros supervivientes a la vista de sus camaradas. El fuego acabó sobre el Guadalquivir con las naves vacías mientras algunas de las cabezas cortadas eran enviadas al emir ‘Abd al-Rahmân y otras, clavadas en picas o en palmeras, permitieron saber a los sevillanos que su sufrimiento había llegado a su fin, que los asesinos de sus seres más queridos ahora les miraban desde las cuencas de sus ojos vacíos.

Ibn Rustum fue premiado, Nasr, favorito del príncipe, encumbrado a lo más alto. Se compusieron poemas en loor de aquella victoria sin igual.

El recuerdo de aquel oscuro episodio no terminó aquí. Las murallas de Sevilla fueron reforzadas y fortificadas, se repararon los daños causados por los normandos en las mezquitas, los baños y las casas. El puñado de hombres del norte que consiguió salvar la vida y escapó por tierra hasta Carmona y Morón, fue arrinconado por Ibn Rustum, que les forzó a rendirse y consiguió su conversión al Islam. Asentados en el valle del Guadalquivir, es fama que se especializaron en la cría de ganado y en la producción de leche y sus derivados y que sus quesos se convirtieron en más que famosos en aquellos tiempos. Años después, en el 859, Sevilla volvió a sufrir un nuevo ataque, que terminó con el incendio de la mezquita de Ibn ‘Addabâs (actual iglesia de San Salvador). La respuesta del emir de al Andalus fue dura y contundente: durante esos mismos años había ordenado la construcción de una flota de guerra capaz de frenar aquella amenaza y no dudaría en enfrentarla con los mejores marinos del Islam a quien se atreviera a atacar Sevilla. Cuentan las crónicas que juró arrasar sus bases y sus tierras del norte si osaban volver a derramar la sangre de un solo andalusí. Aquella advertencia parece que sí caló en el ánimo de los vikingos, pues durante largos años no se documentaron más strandhógg, como llamaban en su lengua a estas campañas de saqueo.

Mientras, al Andalus se poblaba de atalayas y fortalezas en la costa para vigilar el mar y los hijos de aquellos hombres del norte pasaban a engrosar las filas de los servidores de los Omeyas como soldados de élite destinados a proteger al príncipe. Tales medidas consiguieron su fruto, ya que los musulmanes hispanos lograron rechazar los ataques de los vikingos durante el siglo X.

Y al mismo tiempo que los grandes cronistas recogían estos éxitos de las armas musulmanas de Hispania, del valor de los sevillanos, el recuerdo de la derrota quedó en el fondo histórico de la nórdica saga de Ragnar y en el silencio de las restantes fuentes normandas.

Copyright: Margarita Torres Sevilla/Universidad de León

sábado, 4 de abril de 2009

Julio César y los piratas

Un episodio no muy conocido de Julio César tuvo lugar cuando en su juventud fue secuestrado por una de las tantas bandas de piratas que asolaban el mar mediterráneo de la época. En aquella época era común que se burlaran de los ciudadanos romanos debido a que ser ciudadano romano significaba tener un estado social más elevado que el resto del mundo. Algunas de las burlas consistían fingir disculparse por el error cometido, decirles que eran libre de bajar por una escalera y poner rumbo a Roma pero sin barco o echarlos al mar en caso de que se negaran.
Julio César desde muy pequeño tuvo una gran ambición de tal manera que sus actos siempre estuvieron pensados y dedicados al logro de sus objetivos. En este caso a acrecentar su prestigio y fama.
Julio César es secuestrado

Cierto día Julio César se encontraba en una nave que fue abordada por los piratas sin encontrar resistencia debido a la experiencia en el pillaje que poseían los piratas. Al hacer proceder a identificar y fijar la tarifa por cada prisionero en la embarcación, el jefe de los piratas decidió que pediría por Julio César 20 talentos. No esperaba lo que oiría a continuación:
El carisma de Julio César

- Os habéis equivocado conmigo. Mi categoría es mucho mayor de la que me habéis otorgado. No quiero perjudicaros. Mi precio no son veinte talentos sino cincuenta, que es lo que os darán por mi persona.

Los piratas sorprendidos al oir semejante respuesta, estallaron en carcajadas, pero César insistió:

- No permite mi orgullo ser catalogado tan bajo.

- De acuerdo -sonrió el jefe de los piratas-, puesto que tal es tu deseo, pediremos por ti cincuenta talentos, pero como me eres muy simpático, aunque tus amigos no den por ti más que los veinte talentos, también quedarás en libertad.
Para desgracia de los piratas que lo secuestraron, el futuro emperador del imperio romano, Julio César, cumplió la promesa que les hizo poco después de ser secuestrado.
La promesa de Julio César

- Como guste, pero -añadió César con voz de trueno-, te advierto que más adelante os colgaré a todos de los palos de esta misma nave.
Julio César durante el secuestro

Luego de esto, Julio César envió cartas a sus amigos para que juntaran el rescate y permaneció en compañía de los piratas por 38 días, teniendo un comportamiento muy peculiar, según cuenta Suetonio:

"Pese a lo difícil de la situación, César se instaló entre los piratas como si fuese un invitado, y casi un amo. Los piratas, asombrados ante aquella gallardía y aquella casi temeridad, acabaron por profesarle cierto afecto, acrecentado por la edad del prisionero.

Estuvo entre los piratas treinta y ocho días, durante los cuales efectuó varios experimentos, como , por ejemplo reunirlos a su alrededor obligándoles a estar callados. Entonces, les dirigía la palabra para ver qué impresión le causaban sus discursos. Y sobre todo, le producían a él mismo. Los piratas, gente torpe e inculta, no solían entenderle y entonces los increbapa furioso"
Julio César lleva a cabo su venganza

Luego de ser liberado, Julio César se movió rápidamente a Mileto donde reclutó hombres y armas para reforzar varios barcos y sin perder un segundo se dirigió a la isla de Farmacusa donde supuso que todavía se encontraban los piratas, a los que agarró desprevenidos y consiguió apresarlos. A continuación se dirigió a Junio, quien era el representante de la autoridad y figura encargada de inflingir el castigo para ellos. Junio no se interesó en el castigo sino en el dinero de los piratas, que fue dado por Julio César sin antes tomar una parte para sí. Julio César insistía en que Junio castigara a los piratas pero éste ni se inmutaba y al ver pasar los días, Julio César fue él mismo a Pérgamo, sacó a los piratas de la cárcel, les dió el último discurso de su vida y los colgó de los palos de su nave, tal como les había prometido a los incrédulos corsarios. El episodio de Julio César con los piratas le dio más fama y reputación en Roma, donde la noticia había encontrado buena acogida, de mano de las muchas liberalidades que concedía.

Julio César



Fuente(s): Fuente:
extracto del libro "GRANDES BIOGRAFÍAS, Julio César." sacado de la web vidasdefuego.com